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domingo, 16 de marzo de 2014

LA PARADA: MI ANTIGUA Y ENTRAÑABLE AMIGA

LA PARADA: MI ANTIGUA Y ENTRAÑABLE AMIGA
Por Jorge Rendón Vásquez
Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos


Ahora vilipendian a La Parada, y hasta se ha puesto de moda arrojarle piedras, con saña, como al querido maestro de varias generaciones, del cuento de Manuel Rivas “La lengua de las mariposas”, mientras los franquistas lo hacían marchar por el centro de la calle para fusilarlo.
Conocí La Parada en enero de 1944, cuando tenía trece años.
Mi hábitat era entonces la Calle Nueva de Arequipa. Pero yo quería ver lo que había más allá de los volcanes y los cerros entre los cuales anida esta ciudad, y les pedí a mis padres que me enviasen a Lima por las vacaciones. Aceptando a desgana mis ruegos, me embarcaron sobre la carga de un camión con otros pasajeros para viajar los tres días que tomaba el trayecto. Fue uno de los viajes más maravillosos que he hecho en mi vida. Un primo hermano de mi padre me alojó en su casa del jirón San Diego de Surquillo y, no bien dejé mis bártulos y valiéndome de sus pocas instrucciones, me lancé a caminar por las calles. Miraflores y San Isidro me parecieron edenes floridos, y Lima una ciudad de ensueño, señorial y limpia, acariciada aún por la evanescente bruma de su estirpe virreinal.
Pero, agotado ese primer momento de delectación, mi realidad volvió al primer plano.
El único capital que había traído, con el que debía pagar mis gastos mientras estuviera en Lima, era un cajón de las magníficas velas de la casa Velásquez de la calle Perú, que tenía que vender de alguna manera. Mi tío me aconsejó que las llevara a La Parada, y, sin más trámite, me condujo a ese multiforme mercado de La Victoria en el pequeño volquete con el que se ganaba la vida transportando materiales de construcción.
El frente de La Parada era una sucesión de tiendas y restaurantes, detrás de las cuales se proyectaban hacia el interior los pasajes formados por los puestos de venta, atestados de gente que se movía en todas las direcciones y de cargadores que circulaban, arrastrando sus carretillas colmadas de bolsas y atados. Su denominación se debía a que los intercambios al por mayor comenzaban a las dos de la mañana a pie frente a los camiones estacionados con los productos. Desde las seis de la mañana seguían las ventas en los puestos.
Con el cajón sobre el hombro seguí a mi tío hasta dos puestos de comida a cargo de parientes, quienes me recibieron alborozados y me adoptaron durante los días que allí estuve.
Yo recorría los pasajes ofreciendo mi mercancía a viva voz, algo escéptico al comienzo, aunque muy pronto, para mi sorpresa, constaté que las mujeres y los hombres que vendían y compraban se interesaban por ella, sin reparar en mi talla ni en mi edad, como si yo hubiera sido uno de los tantos comerciantes ambulantes. En tres días, vendí todas las velas y hasta el cajón. Fue una experiencia inolvidable. Mientras avanzaba por los pasajes orlados de verduras, fruta, carne, pescado, abarrotes, artículos de hojalata y otros más, escuchando las voces de la multitud en todos los tonos, me surgía la sensación de ser uno de ellos: provincianos que habían llegado a Lima desde varias décadas antes, y allí estaban, como vendedores y compradores, optimistas, fuertes, creativos y honestos.
Luego, nunca dejé de visitar La Parada. Lo hacía cuando abandonaba el Colegio Militar Leoncio Prado los fines de semana entre 1946 y 1948, y cuando, a partir de enero de 1952, mi familia se radicó en Lima y yo me trasladé a la Universidad de San Marcos.
De los bloques de “El Porvenir”, donde vivía, me desplazaba regularmente a La Parada, a Mendocita y a otros barrios que el poder mediático había registrado en el índex de lugares altamente peligrosos para la gente bien. No lo eran para quienes los habitábamos: mestizos, provincianos y trabajadores. No dejo de sonreír, por eso, cuando leo alguna noticia o crónica de periodistas o escritores emergidos de la pequeña burguesía y la burguesía limeñas, relatando sus excursiones a La Parada de las que por fortuna o gracias a la benevolencia divina lograron salir vivos, como si se hubieran arriesgado a participar en uno de los imaginarios periplos de Indiana Jones en algún remoto país de vociferantes, harapientas y abominables muchedumbres. El tercer mundo y el “Estado llano”, como son realmente, los aterran.
La vida y mi profesión me pusieron más tarde ante la oportunidad de ocuparme de La Parada.
A mediados de 1976, cuando yo ejercía el cargo de Director General de Asesoría Jurídica del Ministerio de Alimentación, me tocó presidir la comisión encargada de la licitación de las obras del Mercado de Santa Anita y del otorgamiento de la buena pro, que ganó una firma constructora seria y cumplió el compromiso asumido.
La idea era reubicar a los comerciantes de La Parada en este nuevo gran mercado con instalaciones modernas y completas, incluidas las necesarias para la refrigeración de los productos, destinados al abastecimiento de Lima, considerando la población que entonces ésta tenía.
El general Rafael Hoyos Rubio, ministro de Alimentación que había impulsado este proyecto, y yo con él, terminamos nuestra gestión el 31 de diciembre de 1977. Luego, el Ministerio de Alimentación fue fusionado con el Ministerio de Agricultura.
Por oscuras causas, el Mercado de Santa Anita no fue habilitado y, menos aún, recibió a los comerciantes de La Parada. Mientras tanto, en sus inmediaciones se formó otro mercado de mayoristas, en particular de productos no perecibles.
Veinte años después, como en la novela de Alejandro Dumas, se dio curso a la activación del mercado de Santa Anita, con otra gente, otros intereses y otras presiones. ¿Cuánto dinero aportaron a las bolsas de los políticos facultados para disponer su apertura?
El cierre de la Parada es un ataque a los consumidores, que han aumentado en varios millones desde 1976, y a sus comerciantes.
Cada día, decenas de miles de personas se abastecen allí, comprando sus productos diaria, semanal, quincenal o mensualmente, ya para su consumo, ya para revenderlos en mercados más pequeños. Si se les priva de esta fuente de aprovisionamiento, ¿adónde refluirían? A otros mercados, que no son tan numerosos ahora, a mercados improvisados y a los supermercados que recibirían decenas de miles de nuevos clientes. Se adivina cuál es la madre del cordero.
A los comerciantes de La Parada: trabajadores independientes y padres de familia que viven de su labor,  los arrojan, como si fueran basura, y los dejan sin “chamba”.
Tienen razón de protestar. “Son feroces: cuando los atacan se defienden”.
Alguien con poder ha considerado de buen gusto aceptar la estrategia de consejeros, salidos de barrios y universidades de gente pudiente, que ven en la gente provinciana y modesta a enemigos de la buena sociedad burguesa.
Es del todo antiético invocar como pretexto para erradicarlos la presencia de un insignificante grupo de gentes de mal vivir, que existen como en cualquier otra concentración humana hacinada, por ejemplo los mercados de la India o los bazares persas, en los que, como aquí, están controlados. Hay, por otro lado, medios de eliminar las alimañas y los insectos.
Hasta hace unos tres años muchas amas de casa de mi barrio, en el distrito de Surco, concurrían a La Parada a abastecerse de los productos necesarios para el hogar. Dejaban sus bolsas frente a un puesto y, desde allí, un changador con una carretilla las transportaba hasta un taxi. Y nunca les sucedió nada extraño. Los mismos comerciantes cuidaban a sus clientes.
El servicio prestado por La Parada a la población de Lima, que sigue creciendo, es necesario. Debería modernizársele. Más aún: el Gobierno Central y las municipalidades de Lima y La Victoria tienen la obligación de respetar el derecho al trabajo de quienes han estado trabajando allí por décadas.